martes, 4 de diciembre de 2012

El Puente de Alcántara


Hace ya muchos años que leí este libro, tres personajes: un médico judío sevillano, un hidalgo cristiano castellano y un poeta musulmán andalusí en el perfecto y desconocido mosaico que fue la Península Ibérica en el siglo XI: las taifas de Sevilla, Badajoz, Mérida, Toledo, Zaragoza y Granada; el rey Alfonso VI y el reino de León, el Condado de Castilla, la nobleza aragonesa levantisca y el reino de Navarra. Poner de manifiesto que los reinos del norte empequeñecían ante la grandeza de las ciudades del sur pero que se engrandecieron y alimentaron su cultura a través de ellas. Reyes cristianos se aliaban con los gobernantes musulmanes, los judíos formaban vivían en esa Sefarad e hicieron de la península su casa. Lejos quedaban las conquistas de los musulmanes y eran habitantes de pleno derecho de los terrenos que muchos siglos atrás habían sido el Imperio Romano (la dominación visigoda no cuenta, esos no sabían lo que era gobernar Hispania).


Un clima de caos y conflictos pero también de libertad pues es en los momentos en los que nadie ostenta un poder supremo cuando otras fuerzas cobran más importancia y crece una fuerte cooperación entre distintas culturas que se enriquecen mutuamente. Fueron las primeras cruzadas, normandos y franceses junto a otros reinos cristianos y el desmantelamiento de la riqueza cultural del mundo de Al-Ándalus a manos del Imperio Almorávide, que puso en jaque a estos estados cristianos y los unificó contra el "enemigo común" y fue entonces cuando todo esto se perdió. La dicotomización y la rivalidad abrió un muro norte-sur que aún persiste hasta nuestros días.

Si hay un libro que hizo que me enamorara de la historia, sin duda fue este. Abrió una puerta que será difícil de cerrar.

* * *

-Eso es lo que tú dices, Muhammad -contestó Ibn Ammar-. Tu hijo comparte mis puntos de vista; eso es lo que lo ha puesto de mi parte. Es demasiado inteligente para dejarse influenciar.

-¡Has intentado engatusarlo con tus malditos versos! -gritó el príncipe, con creciente furia.

-Un pequeño poema, Muhammad, sólo dos o tres versos -replicó Ibn Ammar, pero el príncipe lo interrumpió de un grito.

-¿De dónde sacaste las cosas para escribir? ¿Quién te dio el papel? ¿Quién?

-¿Qué importa eso, Muhammad? -respondió Ibn Ammar.

-¡Quiero saberlo! -gritó el príncipe-. ¡Quiero saberlo! -La voz le salía chillona de rabia, e Ibn Ammar comprendió de repente que aquella rabia ya no era fingida. Ya no era una pose, no era un papel estudiado. Era la misma furia que Ibn Ammar le había visto una vez, cuando eran jóvenes, en Silves, y al-Mutamid llamó al verdugo. El hijo del príncipe, con su rostro campechano, ardiendo en celos porque la bailarina a la que amaba con delirio, aunque estaba sin duda a su disposición, a sus espaldas se entregaba a su amigo, más afortunado. La envidia del príncipe, pequeño y regordete, hacia el alto y joven poeta que tenía a su lado, que siempre atraía todas las miradas, escribía los mejores versos y sabía hallar la respuesta más ingeniosa.

¿Había estado alguna vez su amistad, incluso en las épocas más felices, libre de esas tensiones, producto de la diferencia social y ahondadas aún más por el abismo que existía entre el talento del uno y del otro, y por sus evidentes diferencias físicas? Desde el principio, habían sido demasiado distintos para ser amigos. El príncipe, que quería ser todo lo que encarnaba Ibn Ammar y lo tomó por amigo para así, como mínimo, poder estar cerca de su sueño, y el insignificante poeta que ansiaba el poder y sólo podía participar en él a través de ese amigo. ¿No había sido obvio que esa amistad tenía que fracasar? ¿No había sido evidente que el uno, que sólo podía construir sobre su poder ilimitado, volvería algún día ese poder contra el otro?
Ibn Ammar escuchaba los gritos del príncipe. Su voz rebotaba con tal intensidad en la bóveda que Ibn Ammar apenas entendía sus palabras.

-¡Dime quién escribió esos malditos versos! ¡Dime si lo hiciste tú! ¡Dímelo!

¿No eran esas las mismas preguntas que le había hecho hacía ya dos años, inmediatamente después de su llegada a Sevilla? Las mismas absurdas preguntas sobre el autor de aquel denigrante poema que había terminado definitivamente con su amistad. ¡Qué delgada debía de ser la coraza del honor del príncipe, si bastaban unos pocos versos calumniantes para afectarlo! ¡Qué débil era al-Mutamid, qué inseguro de si mismo, qué insignificante, bajo esa conducta ampulosa!

-¡Dime si tu escribiste esos versos! -gritó el príncipe-. ¡Quiero saberlo! ¡Dímelo! ¡Quiero saber la verdad!
-Ya es demasiado tarde, Muhammad -respondió Ibn Ammar en voz baja-. Aunque te dijera la verdad, no me creerías.
- ¡Dímelo! -gritó el príncipe- ¡Dime la verdad!
Iba Ammar lo miró sonriendo.
-Es lo que tú supones, Muhammad -dijo.

Vio que el príncipe se estremecía y se ponía rojo, como si una vena le hubiera estallado en la cabeza. Vio que estiraba el brazo y buscaba a tientas el hacha. Todavía no sentía miedo.

Entre el remolino de imágenes y jirones de recuerdos que le vinieron a la mente se encontraba también aquella inquietante historia que una vez le contara su padre sobre Abd-ar-Rahmán an-Nasir, el gran califa de Córdoba, quien en su lecho de muerte, tras vivir setenta años, cincuenta de ellos gobernando Andalucía en la guerra y en la paz, cogió su diario y contó los días de completa felicidad de que había gozado en toda su vida. El califa había llegado a contar catorce.

Iba Ammar pensó en los días de completa felicidad de que había gozado él. ¿Cuántos habían sido? ¿Bastantes para una vida de cincuenta y cinco años? ¡Cuántas cimas, cuántos abismos! Suficiente de ambas cosas, que, además, eran inseparables. ¡Una gran vida! Nunca había necesitado depositar sus esperanzas en el paraíso. Nunca se había dejado llevar por el miedo al infierno. Había vivido. Ahora veía la muerte ante sus ojos. ¡Qué muerte tan tonta!

No hizo el menor intento de esquivar el hacha. No tenía miedo. Ni rastro de miedo.

- El Puente de Alcántara, Frank Baer

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